Escrito por Luhé Palma Chazarra.
Hace ya más de 15 años que trabajo como mediadora en distintos ámbitos. Comencé como una Abogada que desertó del mundo del Derecho y de su forma de resolver conflictos, para adentrarme en la búsqueda de algo a lo que no sabía poner nombre. Sólo sabía que los asuntos en los juzgados tenían pocas probabilidades de resolver los problemas relacionales y, sobre todo emocionales, de las personas. ¿Alguien puede pensar que un juez puede resolver el dolor que produce un divorcio? O ¿puede el juez cuidar del futuro de los hijos de dos divorciados, mejor que sus propios padres?
Las respuestas a estas dos preguntas son de sentido común: claro que no puede hacerlo el juez, ni es su función, por supuesto, pero entonces ¿por qué, sabiéndolo, las personas creen que la solución a sus problemas pueden ser resueltas por los tribunales, o simplemente, por otro profesional? Mi experiencia me ha hecho comprender y plantear la cuestión desde otra perspectiva. No es que las personas que acuden a los tribunales “crean” que van a resolver su situación, lo que suelen creer es que van a “ganar” el procedimiento, pensando que un divorcio es una cuestión de tener razón y ser mejor que el otro, al que demandan
o denuncian. Lo que si desconocen, es la dinámica que ponen en marcha cuando, con esa intención, demandan a la que ha sido su pareja, padre o madre de sus hijos. Esa dinámica absorbe de manera despiadada a la familia, y lo peor de todo…a los hijos, a quienes marca siempre.
Luego llega, (en el mejor de los casos…) una sentencia a favor, pero con ella suele llegar también, el comienzo de los incumplimientos, de los reproches, de las inconformidades, de los descontentos, de la ruptura de relaciones y, de la violencia, ya sea soterrada o explícita….es lo mismo. Ha nacido la lucha entre los que un día, sin que nadie les dijera nada, sin necesitar de ello, y sin pedir ayuda a nadie, espontáneamente se enamoraron y decidieron construir una familia. No necesitaron ninguna ayuda para ello, sin embargo, cuando lo que ellos definieron como amor, se desvanece, piden ayuda, una ayuda que, en lugar de servirles para sanar su dolor, les sirva para intentar dañar al otro/a. Es esto lo que pervierte el final de una relación de pareja…sentir que la culpa es del otro/a. La perspectiva con la que aprendí el Derecho, fue esa: Solo existen dos formas de resolver los problemas entre las personas, o se ponen de acuerdo, o tienen que ir a que el Juez, o cualquier otro profesional, se los resuelva, en base a derechos establecidos en las leyes. Así lo instituyó el Derecho Romano en Occidente…y así seguimos…con algunas loables variaciones, pero esencialmente en el mismo paradigma. Si uno tiene razón, o derecho a algo, el otro no…o al menos, no la puede tener a la vez…lo único que puede tener, es, todo lo más, la mitad de la razón. Legalmente, el juez está constreñido a dar la razón a una u otra parte, y en caso negativo, a ninguno de los dos, o la mitad a cada uno. Así que las personas que acuden a los tribunales, solo tiene los siguientes movimientos posibles: uno gana el pleito, o lo pierde, o gana solo una parte del mismo, o recurre la sentencia, para llegar a una de esas tres posibilidades. En definitiva, tira un dado y cuando éste se pare, ya sabe donde le ha tocado…y si no le gusta, pues tirará otro (siempre que las tasas judiciales no se lo impidan, claro!!) por si tiene más suerte… La vida no se rige por esos movimientos. En realidad, la vida tiene un sinfín posible de movimientos, caminos, posibilidades y oportunidades. Pero ver todo eso, requiere estar abierta, tener buena intención y querer salir de nuestro propio dolor. Solo así, no lucharemos por ganarle a otro, ni menospreciar sus necesidades. Sólo si nos respetamos y nos reconocemos doloridos, podremos comprender el dolor ajeno. Amplié mi perspectiva, con mi investigación personal (sobre mi misma) y profesional (sobre el Derecho y la forma paradigmática de resolver los conflictos interpersonales) y después de pasados estos 15 años (más los 15 anteriores en mi propio bufete de Abogada) en el mundo de la mediación, como mediadora y como profesora de dicha formación, puedo decir que vengo experimentando esta forma diferente, que un día, ya muy lejano, aprendí, gracias a mi inconformismo de no querer quedarme en un mundo jurídico, que solo tiene tres posibles movimientos, tres posibles soluciones a los procedimientos: ganar, perder o ceder.
Alguien podría ahora objetarme que hay más opciones. Mi respuesta sería, si claro, pero no están en los tribunales. Es ilusorio pensar que quien conoce la ley, el juez, puede solucionar las heridas que se abren al iniciar un procedimiento contra quien ha sido tu compañero/a de vida, con quien has creado una persona nueva, distinta de ti y de el/la, tus hijos, a quienes les caen todas las consecuencias del no entendimiento y de la lucha de sus padres. De tanto decir esto, se ha convertido en una especie de “cancioncilla” presente en todos los que se separan, pero que acallan diciéndose: “Yo no hago eso, quien lo hace es su padre/madre, que es culpable de todo lo que nos está sucediendo. Mis hijos están mejor conmigo, yo soy quien realmente se preocupa por ellos, quien más los quiere, quien mejor los educa, quien mejor……” Ahora viene la Vida y nos muestra que nadie es mejor. Todos tenemos comportamientos acertados o equivocados para quienes los reciben. Algunas cosas de las que hacemos, ayudan y otras emponzoñan, envenenan, y dañan a los otros. Nadie se libra de tener tales modos de actuar, aún de forma inconsciente, por ello nadie es mejor. Mirémoslo así: elijo aprender a hacer cosas que ayuden a los otros, cuando los otros me lo pidan (no cuando yo lo considere o lo decida) y dejar de ejercitar comportamientos ponzoñosos, manipuladores y dañinos. Es conveniente y saludable para todos, que aprendamos y ejercitemos ( sin ejercitarlo, el aprendizaje no sirve para nada!) comportamientos de ayuda y acompañamiento en la gestión de la manera de vivir que eligen las personas. Es a lo más que podemos aspirar, a tener una gran facilidad de generar este tipo de actitudes y acciones con los demás, y procurar ejercitar lo menos que nos sea posible, comportamientos generadores de dolor y daño.
El ejercicio como mediadora familiar me ha vuelto más humilde, más realista y más practicante de comportamientos compartidos, que miren a las personas y a sus necesidades con tanto respeto como a las mías propias. Aprendí que tampoco soy mejor por ello, solo más feliz, al realizar un trabajo profesional, que solo pretende acompañar a las personas a tomar sus propias decisiones, a mirar sus propias necesidades, a respetarse a si mismas, al igual que al otro/a para que sus hijos no pierdan a ninguno de sus progenitores, cuando la ruptura de pareja es inevitable. En fin, todo esto no es más que una reflexión sobre el tiempo transcurrido en mi vida profesional como Mediadora, para darme cuenta que siento un profundo agradecimiento a la vida, por haber generado en mi interior, inquietud e inconformismo, energías impulsoras en mi búsqueda por entender los conflictos humanos, y buscar formas efectivas de ayudar en su gestión, a las partes que los sufren. En esta búsqueda he aprendido a mirar en muchas más direcciones, y por ello, a comprender que cada persona tiene una experiencia, única y diversa, que no se puede medir en términos de “razón” ni de leyes, sino exclusivamente de vivencia única, personal. Como mediadora he podido realizar ese cambio de perspectiva y de paradigma en la manera de ayudar profesionalmente a las personas con conflictos. Todo este tiempo de entrenamiento me reafirma en la comprensión de que tenemos que cambiar muchas perspectivas profesionales, que, en lugar de brindar una ayuda efectiva, miran a las personas en conflictos como si éstas fueran incapaces de gestionarlos por ellos mismos. Ser Mediadora me ha mostrado que existe una ayuda efectiva en esa gestión, sin necesidad de darles soluciones, sino mostrándoles el camino para que ellos puedan decidir qué es lo mejor, lo que más les conviene, sin dañarse mutuamente.